Foto: Mi novia, Ana, su madre, Nieves, y yo en Ronda. Nieves siempre me manda a casa con mermeladas, galletas o chorizo del campo.
By Michael McGuire
Fue hace tres años cuando pasé mi primer Día de Acción de Gracias fuera de casa. Estaba estudiando aquí en Sevilla, un estadounidense con 20 años viviendo solo con una viuda en Nervión, practicando los verbos en el subjuntivo e intentando descifrar el castellano antiguo de “El Mío Cid”.
Tenía morriña cuando llegó Thanksgiving, quizás el día festivo más importante de mi país. El resto de la familia estaba en Baltimore, Maryland, sentado alrededor de la mesa de mi abuela para celebrar nuestro festín anual. Ella había preparado puré de patatas y una ensalada de brócoli. Hubo salsa de arándanos y panecillos caseros de mi abuela Martha. Mi tía Kathy trajo tartas de merengue y limón, manzana y pacana, más un pastel de calabaza con un glaseado de crema de queso y un ganache de chocolate. El bonito pavo asado fue, como ya habéis visto en cientos de películas y series de televisión, el plato principal.
Mucho más que la comida, yo echaba de menos ese primer año las historias que solemos contar. Las reciclamos año tras año. He oído por lo menos siete u ocho veces la historia sobre el viaje a California que hicieron mi padre y el loco de mi tío, Mike, cuando conducían camiones de 18 ruedas. Siempre alguien se encarga de mencionar a Steve, un conocido de un conocido de cuyo apellido nadie se acuerda, que compartió esta fiesta con nosotros un año. Mi hermano me da un empujoncito debajo de la mesa cuando una broma de mi madre fracasa o cuando mi hermana intenta hacerse la protagonista de cada memoria familiar.
La comida es la escena estereotípica de Thanksgiving. Esta fiesta, más que Navidad y el Cuatro de Julio, llega a cumplir todas las expectativas.
Sin embargo, este año no creo que la morriña me afecte tanto. Esta vez me siento en casa, privilegiado por estar aquí en Andalucía. Aunque no haya un día oficial de Acción de Gracias en España, es mucho más difícil echar de menos el día de la comida familiar ya que sé que estoy en la tierra en la que esta costumbre habría nacido. Aquí no se espera un año entero para ir a la casa de los abuelos para pasar una tarde juntos. La familia forma el centro de vuestro mundo. Los familiares apenas aguantan una semana sin verse.
Sólo aquí he visto a hombres de 50 años andar agarrados al lado de sus padres. Se besan y se abrazan y se dicen que se quieren. Las abuelas no dejan que sus hijos paguen una canguro cuando viven a 10 o 20 minutos andando. Opinan y se meten en todo, porque aquí ese derecho no se pierde cuando los hijos cumplen 18 o 20 años.
En EEUU, la familia es importante también. Pero la inmensidad geográfica del país y el deseo eterno de subir la escalera corporativa nos separan. Abuelos, tíos y primos se quedan un poco al margen de todo, salvo en días como hoy: festivos, ocasiones especiales.
Afortunadamente, en Sevilla ya me rodea una familia improvisada. Conso y Juan Diego, compañeros míos, me llaman “hijo”. Cada vez que visito la casa de mi novia, Ana, su madre me manda a casa cargado de galletas, mermeladas y recetas para que me alimente bien. La señora con la que viví hace tres años sigue siendo mi madre española, piropeándome, haciéndome carantoñas y preparando comida rica cada vez que paso por su casa.
Ese sentido de familia se extiende incluso más allá de la gente conocida. Justo el otro día la vecina del edificio de en frente me interrumpió cuando estaba tendiendo en la azotea. “Oye”, dijo, sin gritar, porque la calle que nos separaba, Harinas, es apenas un poco más ancha que los coches que pasan por allí. “Mejor colgar las camisas en una percha. Así no tienes que planchar tanto”. Un poco desprevenido, le di las gracias y bajé a por unas perchas.
Esa confianza sólo existe en los Estados Unidos entre familiares y a veces en pueblos de cuatro gatos.
El año que viene, espero estar en mi tierra, con mi coche, conduciendo por una carretera alineada por árboles con hojas de un rojo fuerte, albero y canela, como si estuvieran en llamas. Espero ir el cuarto jueves de noviembre a casa de mi abuela para Thanksgiving. O a lo mejor, como este año, todo el mundo irá a la casa de mis padres. Por ahora, doy las gracias a Sevilla y sus sevillanos, ya mi segundo hogar, donde el domingo es para el arroz con los abuelos y cada día hay un motivo para estar en familia, riéndose y volviéndose a contar las historias de toda la vida.
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Michael McGuire es un escritor de Maryland, EEUU. Sus comentarios han sido publicados en The Baltimore Sun, The Miami Herald y su edición en español, El Nuevo Herald.